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 Se unió River. En ese pelotón compacto de jugadores, cuerpo técnico y jugadores con el Superclásico en el bolsillo, alegres, felices. Se unieron los hinchas en la estruendosa despedida. Un carnaval de voces y cantos que hizo temblar el Monumental. Un celebrado premio a su impecable victoria. La respuesta a su mejor desenvolvimiento como equipo. Porque River se unió antes y termino sólido y firme, después. River tenía necesidad de torcer su sombrío presente. Dejar, aunque sea por un rato, su imagen desteñida.
Y como si hubiese hecho un pacto de honor con su orgullo salió a ganar el partido. A ganarlo en serio. Salió a imponer condiciones. Arrancó a toda presión. Metiendo para recuperar la pelota y haciéndola correr cuando la consiguió, con el resucitado Ariel Ortega como bastonero. River entendió que se jugaba todo y jugó con todo lo que tuvo. Y lo puso en ridículo a Boca. Es cierto, la insólita pasividad de Boca le abrió mayor hándicap para conseguir su objetivo, pero el mérito de River fue entender y responder a las exigencias de la historia, su historia. Boca, no. Boca, salvo la seguridad que transmitió Caranta, el oficio de Ibarra, la dureza (a veces peligrosa) de Paletta y la entrega que transmitieron Maidana y Morel Rodríguez o el esfuerzo de Battaglia, fue un conjunto frágil, livianito, sin peso. Intrascendente. A tal nivel que Carrizo atajó dos disparos, sin mayor peligro, lanzados por Morel Rodríguez.
¿Acertó River en su planteo? Más en la primera mitad, cuando estuvieron once contra once, que cuando quedó en ventaja numérica. En ese lapso lo superó a Boca en los planos defensivos, de creación y ofensivos. Hizo dos goles, preocupó realmente a Caranta, lo ahogó a Boca, no le dio espacios y desarrolló un juego rápido, tratando de arriba con la menor cantidad de toques hacia el arco visitante. Con el 2 a 0, no tanto. Es que River tampoco es una maravilla futbolera, por supuesto. Pero con las limitaciones que se le reconocen, ésas que le hicieron sufrir 11 goles en 3 partidos con las amarguras consiguientes, fue ampliamente superior a Boca. Y si no construyó una goleada humillante fue, precisamente, porque no le abunda la calidad. Esta vez le sobró paño. Hasta tuvo momentos de floreo, sin profundidad, aunque le sirvió para que se divirtieran a pleno sus hinchas. River ejerció el control del partido y de la pelota, casi sin oposición, de área a área. En esa geografía dio una lección de solidaridad y simpleza elogiable.
Boca no fue nada como equipo. Sus mediocampistas ni crearon ni contuvieron. Ledesma da toda la sensación de que está lejos de su nivel por su inocultable merma física. A Banega alguien de los tantos aduladores que se le acercan le hizo creer que es una mezcla de Mascherano y Gago, y todavía tiene que tomar mucha leche para convertirse en un jugador de Primera. Tiene excelentes condiciones, pero nadie le avisó que la gambeta le puede dar dividendos cerca del arco rival no a 50 metros de distancia. Encima, por su intemperancia, Banega es un cliente permanente a la tarjeta roja. Battaglia, por más que no haya aun alcanzado el tope, por presencia, es bastante más que Banega; lo demostró netamente en los 45 minutos que estuvo en la cancha. Cardozo no levanta y Gracián apareció muy poquito. Quebrado en el medio, Boca dependió de que acertara Palacio; pero lo marcaron entre dos y tres y le cerraron casi todos los caminos. Y Palermo, si no la emboca, no existe, lisa y llanamente.
El partido tuvo picos de vibración por la electricidad que descargó River en sus maniobras de ataque. Y otros monótonos porque la impotencia de Boca se agigantó estando con diez en la cancha. El último tramo con Buonanotte, Ortega y Belluschi y compañía agrandados dieron la sensación de una superioridad mayúscula, aunque Caranta haya sido amenazado aisladamente. Al final, River se acordó de que es River y lo puso de rodillas a Boca. Y este abúlico Boca dejó una triste imagen. Aunque Independiente se empeñe en ayudarlo.
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Natalia Romero
(Periodista).
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